—¡Estás
muerto, hijo de puta!
Lo mejor
que le puede pasar a uno sin desayunar es abrir la puerta de su casa y encontrarse
a un gilipollas que se cree que está en una peli de pandilleros y le apunta con
una pistola.
Aquel tipo
estaba muy nervioso; le temblaba mucho la mano en la que llevaba el arma. Me
puse frente a él y me acerqué hasta que el cañón casi me tocó el pecho.
—¡No te
acerques más! ¡Te voy a matar!
—De acuerdo.
Dispárame aquí entonces—. Me señalé el centro del esternón—. Así seguro que
acabas conmigo enseguida.
—¡¡Estás
loco??
—¿Estoy
loco o estoy muerto? Decídete ya, pero, sobre todo, no grites, que me vas a
alborotar a los vecinos. Mejor, entra en casa. ¿Café?
—No me
tomas en serio. Como hace treinta años.
—¿Nos
conocemos?
—¡Ni
siquiera te acuerdas de mí!
No se dio
ni cuenta: le di un manotazo y le quité la pistola. En una situación normal, de
trabajo (luego les cuento), le habría pegado un tiro en la cabeza y a otra cosa.
Pero ese fulano había picado mi curiosidad y eso le salvó la vida (y a mí me
ahorró una limpieza no muy agradable, todo sea dicho).
—Pues no,
la verdad es que no me acuerdo de ti.
—Me robaste
la novia—. Los tipos tan posesivos con sus parejas no me gustan nada.
—Supongo
que quieres decir que tu novia me prefirió a mí. Puede ser. Solía pasar —la
verdad es que me tiré un poco el rollo; tampoco me pasaba tanto—. ¿Cuándo dices
qué ocurrió eso?
—Hace
treinta y dos años.
—Ha llovido
desde entonces. ¿No crees que ya es momento de pasar a otra cosa?
Por más que
le miraba, no conseguía acordarme de él. Claro que ni yo mismo me reconocía en
fotos de aquella época.
—¿Cómo te
llamas?
—Pedro.
Pedro Martel. Mi novia se llamaba Martina.
Martina.
Recordaba haber tenido una relación con una Martina hacía muchos años, pero no
recordaba que tuviera un novio; en realidad, apenas la recordaba a ella.
¿Rubia, alta, muy guapa? Tal vez.
— Morena, bajita,
muy guapa.
Pues no. ¡Mierda
de memoria! Bueno, probablemente ella tampoco se acordaba de mí. Por lo visto,
el único que se acordaba de los tres era aquel pirado que me quería matar.
—Cuéntame
qué pasó.
—Era mi
amor, mi novia desde los doce años. Nos queríamos. Llegaste tú, la hiciste reír
un día y me dejó. Me llamó inmaduro—. Hay que reconocer que en eso no andaba
desencaminada—. Luego os vi juntos. Os besabais.
Conciso, el
tipo.
—Dame más
detalles: ¿qué relación teníamos, por qué nos conocíamos? ¿O llegué, sin más, y
te quité a la chica por la calle? —Eso no me parecía verosímil. Tengo mi
atractivo, qué duda cabe, pero siempre he conquistado más por la palabra que
por arrebatos físicos repentinos.
—Conocías a
su madre. Te aprovechaste de tu edad para conquistarla.
De repente,
me vino a la cabeza aquella historia. Desde luego, no era tan pedofílica como
dejaban traslucir sus palabras: ella tendría dieciocho o diecinueve años y yo
cuatro o cinco más, como mucho. No creo que aquello durara más allá de tres o
cuatro semanas. Siempre me dio la impresión de que, más que enloquecer por mis
huesos, lo que Martina hizo fue utilizarme para escapar de aquel menda. Visto
lo visto, hizo bien.
—¿De dónde
has sacado esta pistola?
—Me la ha
pasado un colega—. Intentaba hablar como un mangui de cuando tenía dieciocho
años. Quedaba bastante patético, sobre todo teniendo en cuenta que quien decía
eso era un señor de unos cincuenta años con aspecto de señor de unos cincuenta
años—. En realidad, el colega de un colega.
—Vamos, que
no tienes ni idea de dónde ha salido. Espero que te haya costado una pasta.
—Qué va, un
chollo. Me la han dejado tirada de precio.
Aquello
mejoraba por momentos. Un chollo, decía el muy imbécil. Aquella pistola debía
de haber matado a más gente que la gripe española.
—Deberías
limpiarla bien y deshacerte de ella.
—¡Pero si
la he comprado para matarte!
—Ya me
matarás de otro modo, pero, hazme caso, tira la pistola al mar.
—¡No
quiero!
Aquel tío
era tonto.

No hay comentarios:
Publicar un comentario