—¿Alguien quiere algo más? Me voy al baño.
Entré en el bar, pedí otra ronda y me comprimí
para pasar entre las cajas de cascos y poder llegar al servicio. Con las
bombillas rojas que ponían para que los yonquis no se chutaran no había forma
de acertar. Me meé fuera, supongo, como todo el mundo.
Cuando salí, Pascual estaba contando una de
sus batallitas. Ni me fijé en cuál era esta vez, porque ya me las conocía
todas. El tío tenía gracia contando aventuras, conducía bien el interés hasta
el clímax. Era muy entretenido escucharle y era capaz de mantener embobado a su
auditorio durante ratos largos, pero el núcleo duro, sus tres amigos
habituales, estábamos hartos de oírlas.
Dejé que hipnotizase a las dos compañeras de
clase que hoy habían decidido salir con nosotros por primera vez, y me
repantingué en la silla, mirando el panorama con la botella en la mano.
La plaza estaba concurrida a esa hora de la
tarde, pero todavía se veían mesas libres en los bares. Marley andaba por ahí
haciendo negocios, como siempre. No sé por qué le llamaban Marley, la verdad,
si no vendía marihuana. Lo suyo eran las anfetas y el perico; también pasaba
caballo a gente conocida, por lo visto, pero, según amigos heroinómanos, era
caballo malo y caro. Llevaba su abrigo de cuero hasta las rodillas. Como de
oficial de las SS. Debía de darle mucho calor, pero era su seña de identidad y
no se lo quitaba ni en pleno verano.
«Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar».
Tenía a Pedro Navaja metido en la mollera desde el principio del verano. La
Orquestra Plateria lo había convertido en un hit y llevaba tiempo sonando por
todos lados. Pedro Navaja era casi de la familia para muchos de nosotros.
Pascual seguía con sus historias y tenía a
las dos nuevas embelesadas. Era guapo, el cabrón, y sabía sacarse partido.
Desde la fachada del bar de la esquina, la enorme camarera pin up pintada en la
fachada del Rock’n Roll Café Bar le miraba sin creerse nada. Tenía mucho mundo
aquella camarera.
